En más de una ocasión nos hemos preguntado tantas cosas acerca de lo ocurrido el 02 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, una manifestación de unión estudiantil y otra de poder del gobierno por reprimir a la juventud “amenazante” para la sociedad. Es imposible imaginar, al menos para quien esto escribe, el terror, la angustia, el dolor y todo aquel cumulo de sensaciones que vivieron quienes estuvieron ahí.
De igual forma, tenemos vestigios de diversas fuentes sobre lo que aconteció esa tarde en Tlatelolco y que nos intentan describir, algunos entre sollozos, la fragilidad de esto que llamamos humanidad. Porque incluso hemos cuestionado si es humano lo que vimos, que un ser sea capaz de agredir a otro ser sin sentir aparentemente un ápice de sensibilidad por el compatriota que termina por caer abatido.
Después el silencio, a 50 años de acallar las voces después de la masacre, se siguen escuchando perdidos en aquellas losas de cemento, en aquellas rejas y escaleras, los entonces gritos dolor y miedo, de impotencia y rabia y que se transforman después en otros de justicia y castigo para los perpetradores, quienes ocultos detrás de escritorios, ventanas, tanquetas y mirillas, han llevado la carga y responsabilidad por este hecho.
Esta vez los gritos se transforman en cartel, ese humilde servidor de la comunicación. Humilde porque la pared le basta para tanto, para gritar en silencio lo callado por 50 años de tristeza, de indignación y repudio ante un acto cobardemente planeado con la conciencia de lo indefenso del “enemigo”, de la fragilidad de la piel ante la metralla y del rojo intenso de la sangre que manchará no solo su cuerpo, sus ropas, sino la memoria de todo un pueblo que aún llora por sus hijos torturados, muertos o desaparecidos en la convulsión frenética por la búsqueda de justicia.
En palabras del Maestro José Manuel Morelos:
Medio siglo ha transcurrido y el ¡No se olvida! se resiste a la orfandad de la memoria, se sostiene en el colectivo imaginario cada 2 de octubre mexicano. No se olvida –y no debe olvidarse–, la violencia, la represión, la tortura, la desaparición, los presos de conciencia y las muertes de estudiantes, académicos y civiles mexicanos perpetrada por el Estado a través de sus músculos de poder, respuesta metódica para la discrepancia en nuestro país.
No se olvida, no se puede, no se debe menoscabar la dignidad humana, el estado de derecho: la vida moral de una nación. Asimismo, No se olvida lo que se desconoce, lo que oculta el poder. Y, es en esa medida, en la significación y resignificación de la dignidad del sujeto social, de un pueblo, de su historia, que se dan el motivo y la pertinencia de esta colección de carteles México 68/18, relevancia y veracidad.
Obrero de las ideas, de las mil batallas, protagonista de grandes revueltas sociales, el cartel convoca, evoca, provoca, anuncia y denuncia desde la periferia de su esencia comunicativa, fáctico y diáfano. Lenguaje, retórica y recursividad gráfica escoltan las demandas sociales con sus respetivas arengas.
Al margen de discursos que versan sobre la autonomía del arte, de un arte ajeno a la realidad y al mundo político, esta colección de carteles apunta a la voluntad estetizante de los creadores, a una ética de la memoria y a la afirmación de un arte comprometido con la sociedad. Se trata de un acto de justicia intergeneracional y de solidaridad con las víctimas del 68, con sus familiares y amigos, con los desaparecidos; con los presos políticos, luchadores sociales, sujetos sociales y anónimos que sufrieron vejaciones, torturas, encarcelación y muerte, para que su sangre, sus dolores, sus muertes no sean, no hayan sido en vano; para que aprehendan un sentido, una razón para la sinrazón, y para que vivan y se reconozcan en nuestra memoria y en la de los futuros mexicanos.
Ello desde el cartel, decimos, desde ese metalenguaje que nos dice más de lo que nos muestra: oxímoron ideológico, termómetro social, palimpsesto de la masa que se somatiza en el contexto urbano sobre la epidermis de sus muros, para informarnos, para dar forma a las ideas y preceptos, al status quo.
No se olvida, no se olvidará mientras la justicia sea un sueño por conseguir, mientras las voces del hombre sigan vivas cada vez que se erige el poder por encima del pueblo al que juró servir y que le somete bajo el yugo institucional y sistemático de sus intereses y mientras existan voces en cartel que griten desde las paredes: 2 de octubre ¡No se Olvida!